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                                               29 de mayo de 2020

Día 8

           Casi 150 km me separaban de la ciudad de Bolonia, sexta parada que guarda relación con la vida de Santa Rafaela. Allí había quedado con la hermana Tiziana, quien tenía un montón de historias que contarme sobre la llegada de las Esclavas a esta ciudad.

           Bolonia, además de ser un tesoro del Renacimiento, se la conoce con otros tres nombres: la rossa (roja), por los tejados y las fachadas rojas como consecuencia del empleo de la terracota como material de construcción; la grossa (gorda), por la exquisitez de su gastronomía; y, la dotta (culta), por albergar la universidad más antigua de Occidente (fundada en 1088) y, en cuyas aulas se han formado genios como Copérnico o Marconi. Nada más llegar empezó a llover, pero eso no supuso ningún problema ya que la inmensa cantidad de pórticos que se encuentran en la ciudad me permitió recorrer el casco histórico, el segundo más grande del mundo, sin necesidad de abrir el paraguas. La Basílica de San Petronio, la Torre Asinelli y el Santuario de San Luca fueron mis paradas obligatorias antes de hacer un pequeño descanso en la Piazza Miagore y reunirme con la hermana Tiziana. Me quedé fascinado con la visita a esta hermana, me habría quedado todo el día hablando con ella y escuchando sus historias. Como con mis palabras no puedo expresar la grandiosidad de esta mujer, os invito a que visitéis la parada 6 y allí podréis disfrutar de un video.

 

           Me dirigí a mi siguiente destino, Pisa. Los calurosos días de mayo empezaban a pasarme factura y cada día tenía más dificultad en realizar los largos trayectos programados a pie. Tras unos cuantos kilómetros en mi mochila y unas cuantas paradas para hidratarme, llegué a mi destino. Pisa es una ciudad muy pequeña por lo que no tuve ningún problema en visitar sus rincones en el poco tiempo que disponía. La Plaza de los Milagros me abrió paso a la Catedral del Duomo, con grandes influencias artísticas bizantina e islámica; a la famosa Torre de Pisa, (con 56 metros de altura y casi 300 escalones) donde no me pude resistir a hacer la mítica fotografía sujetando la estructura; y, finalmente, al yin-yang de la ciudad: el Baptisterio y el Camposanto, la vida frente a la muerte.

 

            De camino a Florencia sentí como si mi cuerpo fuera una coctelera de sentimientos. La tristeza por la llegada, en breves, del fin de este maravilloso viaje se daba codazos con la alegría de llegar a Roma y conocer la casa de la Santa. ¡Parece que fue ayer cuando la Eucaristía con motivo de la festividad de Santa Rafaela dio el pistoletazo de salida a este proyecto!

 

           Casi sin darme cuenta llegué a la que sería la anteúltima parada, la cuna del Renacimiento italiano y sede de uno de los periodos artísticos más importantes de Europa, el Quattrocento. Sabía que en Florencia iba a poder visitar muchas de las obras arquitectónicas, escultóricas y pictóricas que había estudiado a lo largo del curso en el cole. Entrar en esta ciudad fue como acceder a un museo al aire libre, mirara por donde mirara, todo era arte, belleza y elegancia. No sabía por dónde empezar, quería verlo todo, sentir cada trazo, cada curva, cada material… Sin duda, la Catedral de Santa María del Fiore con su cúpula de Brunelleschi merecía ser mi primera parada. A continuación, me dirigía a la Piazza della Signoria, presidida por el Palazzo Vecchio; al ponte Vecchio, reconocido por sus colores y construcciones colgantes que antiguamente estaba repleto de puestos de carne que emitían tal hedor que éste llegaba hasta el Palazzo Pitti; a la Galería de la Academia, custodiada por el “David” de Miguel Ángel y, a la Galería Uffizi, que da cobijo al “Nacimiento de Venus” de Botticelli y a la “Adoración de los Magos” de Leonardo da Vinci; y, finalmente, a las iglesias de Santa Croce, lugar de descanso eterno de Galileo y Miguel Ángel y de Santa Maria Novella.

 

           Antes de irme a dormir, necesitaba poner en orden mi cabeza y prepararme para lo que iba a vivir en la próxima y última parada. Me dirigí a la Piazzale Michelangelo, desde donde presencie la puesta de sol más bonita que había visto nunca. Con este atardecer, me despedí de la ciudad siendo muy consciente de que el síndrome de Stendhal se había apoderado de mí.

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